miércoles, 25 de marzo de 2015

VIDA DE SAN DIMAS, EL BUEN LADRÓN

Uno de los malhechores colgados lo insultaba: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros. El otro le reprendía: Y tú, que sufres la misma pena, ¿no respetas a Dios? Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen. Y añadió: Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí. Jesús le contestó: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lc.23, 39-43)

Casi nada sabemos de la vida de San Dimas; tan sólo, que vendría a nacer más o menos con nuestra era, contemporáneo y posiblemente compatriota de Jesús, seguramente vivió como ladrón y salteador, y como tal murió, a edad indeterminada, crucificado el primer Viernes Santo, a la derecha de Cristo.

Dice una leyenda, que cuando la Sagrada Familia huía a Egipto por miedo a Herodes, pararon a pernoctar en una casa en la que vivía un niño leproso. La Santísima Virgen después de bañar al Niño Jesús le dijo a la dueña de la casa, que bañara a su hijo leproso en la misma agua que ella había utilizado. Así lo hizo, y el niño quedó limpio. Dimas sería aquel niño leproso.



No sé si esta leyenda es cierta y que en su primer encuentro, el Niño Jesús dejara limpio de lepra el cuerpo del pequeño Dimas, pero si sabemos que al cabo de su vida, le limpió el alma.

Aunque esta vida se resume en tan breves líneas, meditando sobre ella, podemos extraer algunas preciosas enseñanzas.

La primera enseñanza que extraigo de la vida de este santo, no es propiamente del santo, sino de quien lo santificó. Y es la infinita misericordia de Dios, que murió por nuestra redención, por todos y cada uno de nosotros y que no hubiera restado la más mínima amargura a su pasión, si aquel ladrón hubiera sido el único redimido posible. Murió expresamente por el buen ladrón, igual que murió expresamente por mí, y también por ti, y por todos y cada uno de los hombres de todos los tiempos. Tanto por quienes se le entregan definitiva e incondicionalmente, como por los mediocres que damos un paso adelante y otro atrás y nunca nos decidimos por abrazarnos con Cristo crucificado y alejarnos definitivamente de la mediocridad. Y también por sus enemigos, los que le odian y viven afanados en socavar los cimientos de su Iglesia y de alejarle las almas para su condenación.

Desde siempre la cruz ha identificado a la Iglesia, está en sus portadas y torres, en toda la liturgia se hace la señal de la cruz, se bendice con la señal de la cruz, ha presidido los altares, en el lugar preferente, en el centro, aunque últimamente se la aleja del altar y se la camufle en el presbiterio hasta casi hacerla desaparecer. Pero esta referencia continua a la cruz, no es por casualidad, sino por voluntad expresa de Dios. Porque Cristo desde aquel primer Viernes Santo, continua clavado en la cruz.

Cristo, que en su vida pública hablaba en parábolas, para que por las imágenes entendieran su doctrina, quiere que así le veamos, crucificado, para decirnos en imagen, que está ahí, que no nos abandona, que para no alejarse, está de pies clavados, y con sus manos extendidas traspasadas por los clavos, nos está diciendo que así se quedará, con los brazos abiertos, presto para el abrazo, en cuanto acudamos a Él, arrepentidos.

En cuanto a San Dimas, la enseñanza que saco de su vida, es su grande y rotunda fe. En el Calvario, todas las voces que se alzaban; de los fariseos y sacerdotes que habían acudido a ver morir a su enemigo y que creyéndole vencido, se burlaban de Él; de los soldados romanos que entre risas se repartían sus vestiduras; de los verdugos, que tan inhumanamente le habían tratado en su pasión y crucifixión; del pueblo, que había gritado ante Pilato hasta desgañitarse ¡Crucifícalo!. Todos, entre burlas y desprecios, estaban en contra de Cristo, Unos por odio y conveniencia, otros por mimetismo, cobardía y estupidez. Lo que ahora llamaríamos los poderes públicos y la opinión pública.

Por parte de los amigos del Señor, más cobardía, el miedo que les atenaza les hace olvidar que Él, es Camino, Verdad y Vida. Todos han huido, tan sólo la Santísima Virgen acompañada de unas cuantas mujeres y de San Juan, permanecían fieles a Jesús, llorando al pie de la cruz la agonía del Señor.

Pues ante ese panorama, el buen ladrón, a su vecino de cruz, que agoniza entre indecibles dolores, lo proclama Rey, pero no como rey vencido, que perdida la batalla, muere a manos de sus enemigos, sino como Rey eterno, que cuando parece vencido, espera en El, y aunque está a las puertas de la muerte, cree en Él. Le reconoce como Señor de la vida y de la muerte. Le reconoce como Dios.

Y por eso su fe la comparo con la de Abraham. Cuando todas las evidencias humanas indican lo contrario, la fe le hace a Abraham levantar el cuchillo para degollar a su único hijo quien había de ser semilla del Pueblo Elegido, incontable como las estrellas del cielo; y al buen ladrón proclamar en voz alta su fantástica profesión de fe: Señor; acuérdate de mí, cuando estés en tu reino.

     No tuvo ningún respeto humano, ¡Qué ejemplo a seguir! Sobre todo en estos tiempos de cobardía, donde tan difícil parece para los que nos llamamos católicos oponernos a las malas costumbres modernas, so pretexto de una convivencia y tolerancia, que en realidad encubre cobardía, comodidad y traición. Que poco en cuenta tenemos las palabras del Señor cuando dijo: "Al que me confiese delante de los hombres, el Hijo del hombre lo confesará delante de los ángeles de Dios; y al que me niegue delante de los hombres, lo negará Él delante de los ángeles de Dios" (Lc 12, 10). Aprendamos de San Dimas a decir: Cuando todos están en tu contra, yo te proclamo Señor mío y Dios mío.

     Por último, cabe pensar, que el buen ladrón no se entregaría a la justicia, arrepentido de sus pecados, sino que sería apresado por la fuerza, es de suponer que pondría todos los medios posibles para eludir la condena a muerte, ni tampoco elegiría la muerte de cruz, sino que a todo ello, opondría la mayor resistencia.

     Fue la divina providencia, que es como decir el amor de Dios, quien le puso en el trance de morir crucificado a la derecha del Señor.

     El mérito de San Dimas, como muy bien explica el libro "La Santificación del momento `presente", consistió en aceptar la cruz que Dios le tenía reservada y que de todas forma había de sufrir; con paciencia y resignación, de forma que unas pocas horas de penitencia en la cruz, le valieron como expiación para la remisión de toda la pena debida por toda una vida de pecados y crímenes.

  Cuando al cabo, los soldados le quebraron las piernas y murió, su alma estaba inmaculada y en disposición de subir al cielo donde nada manchado puede entrar.

   San Dimas probablemente padeció menos que el otro crucificado, Gestas, puesto que éste, los padecimientos físicos no los alivió con la resignación y la paciencia, y por el contrario agravó los padecimientos morales con el fracaso, el odio y la desesperación. Éste murió desesperanzado, le estaban arrancando brutalmente la vida que era lo único que tenía, y para siempre. Aquél murió confortado, con la conciencia en paz, había alcanzado el perdón de su Señor y la promesa de la vida eterna. No estaba esperando la muerte sino la Vida.

   De San Dimas sabemos que está en el Cielo, porque es palabra de Dios, de Gestas nada sabemos, aunque la apariencia parece indicar que murió impenitente. Ninguno eludió su cruz, la diferencia estriba en la postura personal, de aceptación por amor de Dios o de rechazo.

   Esto nos lleva a la última reflexión: Cruces siempre tendremos, pues es el amor de Dios quien las pone en nuestro camino y Dios nunca dejará de amarnos. El tamaño de nuestras cruces será siempre el que nos convenga. Al otro lado de la cruz, está la puerta del Cielo. Si no soy capaz de inventarme pequeñas cruces por amor de Dios y para la salvación de los hombres, que al menos no rechace, sino que acepte con paciencia y a ser posible, con alegría las cruces que necesito para mi salvación y por eso Dios, en su infinita misericordia, me las manda. Amén.

Javier Martínez Ferouelle

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